Por: Khalil Gibran
En: Lágrimas y Sonrisas
Segunda Parte
Siento nostalgias de mi bello país, y amo a mi pueblo por su inmensa desdicha. Pero si mi pueblo se levantara estimulado por el pillaje, y estimulado por lo que ellos llaman "espíritu patriótico" se decidiera a matar, e invadiera los países vecinos, entonces la realización de tales atrocidades humanas me harían odiar a mi pueblo y a mi país.
Alabo el sitio donde nací y anhelo ver el hogar de mi niñez; pero si los habitantes de aquel hogar se negaran a cobijar y a alimentar al humilde viajero, entonces convertiría mi alabanza en diatriba y mi anhelo en olvido. Una voz en mi interior me dice: "El hogar que no alivia al necesitado no merece nada más que la destrucción."
Amo a mi ciudad natal con el mismo amor con que amo a mi país; y amó a mi país con el mismo amor que siento por la tierra, que es mi patria de extremo a extremo; y amo a la tierra con todo mi ser porque ella es el cielo de la humanidad, una manifestación del espíritu de Dios.
La Humanidad es el espíritu del Ser Supremo en la tierra, y esa humanidad está de pie entre las ruinas, ocultando su desnudez con harapos, derramando lágrimas sobre huecas mejillas y llamando a sus hijos con voz lastimera. Pero los niños se hallan ocupados entonando el himno de su clan; están ocupados afilando las espadas y no pueden oír el llanto de las madres.
La Humanidad apela a sus hombres, pero ellos no escuchan. Si solamente uno escuchara y consolara a la madre secándole las lágrimas, los demás dirían: "Es débil, lo dominan los sentimientos." La Humanidad es el espíritu del Ser Supremo en la tierra, y ese Ser Supremo predica el amor y la buena voluntad. Pero los hombres se mofan de tales enseñanzas. Jesús el Nazareno escuchó, y la crucifixión fue su recompensa; Sócrates escuchó la voz, y la siguió, y también él fue víctima en cuerpo.
Los discípulos del Nazareno y de Sócrates son los discípulos de la Deidad, y ya que la gente no ha de matarlos, los escarnecen diciéndoles: "Escarnecer es más amargo que matar." Jerusalén no pudo matar al Nazareno, ni Atenas a Sócrates; aún viven y vivirán eternamente. El escarnio no puede triunfar sobre los discípulos de la Deidad. Ellos viven y crecen eternamente.
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