“Puedo morir esta noche en la celda o mañana en la arena. Soy un esclavo. ¿Qué posibilidad tengo de cambiar nada?” En la película Gladiador (Año 2000)
La arena mata el amor
“Habet, hoc habet!”… “Iugula!”…
Esas frases en latín, que significan, respectivamente, “¡Lo tiene, ya lo tiene”
y “¡Degüellalo!”, eran las que se escuchaban repetidamente en los minutos
finales del grotesco espectáculo en la arena. Latina las escuchaba con terror cuando
su padre Latino, un alto funcionario romano, osaba llevarla a “disfrutar” del espectáculo
de los gladiadores.
Sólo una cosa llegó a disfrutar la noble romana Latina de
todo ese ambiente de sangre y muerte, y era el mal llamado festín de los
gladiadores, que se daba en la víspera del evento.
Latino era un empedernido apostador y asistía sin falta a
todos los festines para poder sondear a los gladiadores y realizar una apuesta
segura el día de las luchas, a las cuales asistía igualmente sin falta.
Y Latina tenía que acompañarlo. Ella era su única hija y él,
que siempre quiso que ella hubiese nacido varón, la trataba como si así fuera,
y ya que un hijo siempre lo acompañaría a tan preciados eventos, obligaba a Latina
a asistir a ellos, aunque él sabía cuan molestos le eran a ella.
Así pues, Latina terminó haciéndose su mundo aparte en ese
ambiente tan desolador, al conocer en uno de esos festines a Tarquio, uno de
los desafortunados que tenía que participar en ese infame mundo.
Cuando Tarquio y Latina se vieron fue amor a primera vista.
Tarquio le contó su historia a Latina. Era un mozo que no llegaba a
los veinte años, fue vendido por su padre como esclavo cuando apenas alcanzaba
los diez años. Ahora se había convertido en un talentoso gladiador que estaba
invicto y, por ello, aún conservaba la vida. Los jóvenes se hicieron
inseparables y se encontraban en cada festín ofrecido. Y Latina sufría en cada lucha
en la que participaba su amado, aunque los “Habet, hoc habet!” y los “Iugula! se
los gritaban a Tarquio ya que siempre ganaba la contienda y el padre de Latina apostaba
por él.
Pero un día, después de un festín, el padre de Latina,
contándole como siempre los pormenores de las pesquisas realizadas a los competidores
durante el festín, le dio terribles noticias respecto a Tarquio. Había surgido
una nueva estrella para dominar en la arena, el pequeño Alvicio, de apenas 15
años pero que había dado muestras de ser un tipo fuerte, entrenado en uno de
los ludus o escuela de gladiadores de
mayor prestigio que había formado a las más reconocidas luminarias de
gladiadores. Su padre apostaría por él en contra de Tarquio.
Latina no podía ocultar su pánico, con una excusa improvisada
abandonó la conversación y se dirigió a su habitación a estallar en llanto por su
amado. Suplicó a todos los dioses romanos que cambiaran el destino de
Tarquio, ofreciéndoles cualesquiera sacrificios que los dioses vieran a bien
pedirle. Esa noche, Latina no pudo dormir.
A la mañana del evento, su padre iba confiado en su apuesta
por Alvicio, y como para ella misma contribuir a cambiar el destino de Tarquio,
Latina motivó a su padre a apostar por Tarquio, inventando unas supuestas
conversaciones de pasillo en las que Tarquio se nombraba como el fuerte
vencedor. Pero su padre no la escuchó, más bien le recordó que ella no era un
hombre y no podía saber nada del mundo de los gladiadores.
Y Alvicio y Tarquio se enfrentaron. Y fueron los últimos “Habet,
hoc habet!” y “Iugula!” que Latina y Tarquio escucharon, pero esta vez aupaban a
su adversario.
Latina nunca volvió a acompañar a su padre. Se negó en lo
sucesivo aduciendo que ella no era un hombre. Y Latino entendió.
NOTA:
Este relato fue creado para participar en el Concurso de Relatos "Gladiadores" del blog El círculo de escritores.
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