“Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo.” Sigmund Freud (1856-1939). Médico austriaco. Padre del psicoanálisis.
Por Fiódor Dostoyevski (1821-1881). Escritor ruso
—Quiero decirles todo, todo, todo... ¡Sí! Ustedes me toman por un utopista, por un ideólogo, ¿verdad? ¡Pero no lo soy! No tengo, se lo seguro, más que ideas muy sencillas. ¿No lo creen? ¿Sonríen? A veces, cuando pierdo la fe, me siento vencido. Antes, camino de esta casa, me decía: « ¿Cómo empezaré? ¿Por qué palabra podré principiar para hacerles comprender algo de mí?» ¡Qué miedo tenía! Miedo, sobre todo de ustedes. ¿No era vergonzoso mi miedo? Porque, ¿qué podía temer? ¿Que por cada hombre progresista hay mil retrógrados y malos? Pero ahora tengo la alegría de comprobar que esa supuesta multitud no existe, y que en Rusia hay elementos llenos de vida. ¿Verdad que no hay motivo de preocuparnos aunque nos sepamos ridículos? Realmente somos frívolos, ridículos, inclinados a malas acciones, nos aburrimos, no sabemos mirar ni comprender nada... Y todos somos así, todos: ustedes y yo. ¿No se sienten ofendidos cuando les digo en la cara que son ridículos? Pero, aun cuando sea así, ¿dejan ustedes por eso de ser buenos elementos para lo futuro? A mi juicio, a veces conviene ser ridículo... Sí, conviene... Entonces es más fácil perdonarse mutuamente y reconciliarse. Es imposible comprenderlo todo a primera vista: nunca se alcanza la perfección. Para alcanzarla es necesario empezar por no comprender muchas cosas. Si se comprende demasiado pronto, no se comprende bien. Y esto se lo digo a ustedes, a ustedes que han sabido ya comprender tanto y han dejado de comprender tanto también. Ya no les tengo miedo. Pero ¿no se ofenden oyendo a un muchacho hablar así? ¡No, sin duda no! Ustedes saben olvidar las injurias y perdonar a quienes les ofenden, así como a quienes no les han hecho ningún mal. Lo último es lo más difícil: me refiero a perdonar a quienes no nos han ofendido, es decir, perdonarles su inocencia y la injusticia de nuestros agravios... Eso era lo que yo esperaba de la clase alta, lo que deseaba decir al venir aquí y lo que no sabía cómo expresar. ¿Se ríe, Ivan Petrovich? ¿Cree usted que yo les temía a ustedes pensando en los «otros»? ¿Me juzga su defensor, un paladín de la democracia, un apóstol de la igualdad? — Y acompañó aquellas palabras de una risa nerviosa —. Pues no: temo, por ustedes... debiera decir: temo por todos nosotros más bien, puesto que soy un príncipe de antigua alcurnia y figuro entre ellos. Hablo en interés de nuestra salvación común, para que nuestra clase no desaparezca en las tinieblas después de haber perdido todo por falta de clarividencia. ¿Por qué desaparecer y ceder el sitio a otros cuando se puede, poniéndose a la cabeza del progreso, seguir a la cabeza de la sociedad? Somos hombres de vanguardia y nos seguirán. Convirtámonos en seguidores para ser jefes.
Hizo un brusco movimiento para incorporarse, pero el alto dignatario, que le miraba con creciente inquietud, volvió a impedírselo.
Michkin prosiguió:
—No me engaño sobre la elocuencia de mis palabras. Vale más predicar con el ejemplo, empezar directamente... y yo he empezado... ¿Es que... que verdaderamente puede uno ser infeliz? ¿Qué me importan mi desgracia y mi mal si me encuentro en condiciones de ser feliz? Yo no comprendo que se pueda pasar al lado de un árbol sin sentirse feliz mirándole. ¿Se dan cuenta? ¿Cabe hablar con un hombre y no sentirse dichoso queriéndole? Desgraciadamente no me sé explicar..., pero ¡cuántas cosas bellas hay a cada paso, cuántas cosas cuyo encanto se impone incluso al hombre más ciego! Mirad a los niños, mirad crecer la hierba, mirad los ojos que os contemplan y los rostros que os aman...
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